jueves, 12 de julio de 2012

Perdidas en la Edad Media





El asesinato público de una mujer en Afganistán, acaecido hace solo unos dias, ha vuelto a poner de relieve la brutalidad y el primitivismo de sectores de ese país, pero sobre todo ha demostrado la debilidad o poca consistencia de los avances logrados por la ocupación occidental desde el desalojo de los talibanes en el ya lejano 2001.
Existen imágenes gravadas del suceso a través de un mobil y realmente son macabras y demoledores, hieren hasta en lo más profundo del alma.
El fusilamiento se produjo en una aldea de Parwan, a menos de cien kilómetros de Kabul.
Varias decenas de hombres sentados en el suelo o instalados sobre los techos de las casas vecinas observan a una mujer, cuya silueta se adivina bajo una tela grisácea. Está de espaldas, sentada sobre sus talones.
“Esta mujer, Najiba, hija de Sar Gul, hermana de Mustafa y esposa de Juma Khan, se escapó con Zemarai. No se les ha visto en el pueblo durante un mes” pronuncia un barbudo en presunción de juez. “Por fortuna, los muyahidines los han atrapado. No podemos perdonarlos. Dios nos dice que acabemos con ella. Juma Khan, su marido, tiene derecho a matarla”.
Entonces alguien entrega un Kalashnikov a un hombre vestido de blanco que la apunta desde unos dos metros y dispara. Más de 10 veces. Incluso después de haberle alcanzado la cabeza. Los asistentes corean “Dios es el más grande” y “Larga vida al Islam”.
A pesar de que el presidente afgano, Hamid Karzai, un hombre de paja de los Estados Unidos, calificara el crimen de “odioso e imperdonable”, el gobierno no tiene ni la capacidad, ni la voluntad de aplicar las nuevas leyes que rigen en el país. A pesar de sus buenas palabras, Karzai sigue apoyándose en los antiguos señores de la guerra y otros extremistas para mantener el poder.
Tras el derribo del régimen talibán, la nueva constitución afgana estableció la igualdad de “todos los ciudadanos ante la ley” sin diferencias entre hombres y mujeres. En consecuencia, las afganas pueden votar en las elecciones, ser candidatas y servir en cualquier cargo oficial. Las nuevas autoridades también suprimieron la obligación de que tuvieran que cubrirse con el burka para salir a la calle. También se creó un Ministerio de Asuntos de la Mujer para impulsar proyectos que ayuden a su desarrollo.
Sin embargo, esos avances sobre el papel apenas se han trasladado a la sociedad en las ciudades. Muchas familias, sobre todo en las zonas rurales y en los confines más remotos de un país rodeado de montañas, aún limitan la libertad y la participación en la vida pública de sus madres, esposas, hijas y hermanas. Todavía son frecuentes los matrimonios forzados con niñas menores de 16 años y en algunas regiones se niega la educación básica a las niñas.
La ausencia del Estado en amplias zonas del país hace imposible imponer ciertos derechos o extender el sistema de justicia, lo que deja a las poblaciones locales a merced de los talibanes u otros grupos armados.
Aún así, lo peor de todo sigue siendo la violencia. En un país que ha encadenado guerras desde hace cuatro décadas, es una lacra institucionalizada. Según la ONG Oxfam, el 87% de las afganas declaran haber padecido violencia física, sexual, o psicológica, o haber sido víctimas de un matrimonio forzado.
No cabe duda de que, a pesar de la intervención extranjera, Afganistán sigue siendo un país sin ley.