Los libros son por su naturaleza
instrumentos democráticos que nos permiten elegir y razonar, y que nos obligan,
sobre todo, a estar solos. No se puede leer de verdad un libro sin estar solo. Pero
es precisamente a través de esta soledad que intimamos con seres humanos que nunca hubiéramos encontrado, o porque llevan
siglos muertos, o porque hablan lenguas que no conocemos, o porque viven en países
lejanos.
Leer, en el fondo, no quiere
decir otra cosa que crear un pequeño jardín en el interior de nuestra memoria.
Cada buen libro que leemos nos aporta un elemento nuevo, un pequeño sendero, un
árbol frondoso, un buen banco en el cual reposar cuando estamos cansados. Año
tras año, lectura tras lectura, el jardín se trasforma en un parque donde
podemos conocer a otras personas, y compartir con
ellos el pequeño tesoro personal de recuerdos y de emociones que nos hemos
creado a través de la lectura. Y al mismo tiempo vamos descubriendo que el mundo debe estar lleno de cosas
maravillosas, y de gentes maravillosas, y que para conocerlas todas , visto que
una sola vida no nos bastara para
recorrer toda la tierra, no nos queda otro remedio que leer libros.