jueves, 14 de junio de 2012

El misterioso caso de Emanuela Orlandi






Si los poderosos Borgia, el Papa Alejandro VI y sus dos hijos, Cesar y Lucrecia, levantaran la cabeza y vieran lo que está sucediendo actualmente en el Vaticano, se moririan de envidia.
Medio milenio después de esas oscuras e incestuosas leyendas de poder, sexo, corrupción y crímenes que protagonizaron un ambicioso Papa español y sus dos vastagos, otros sucesos igual de misteriosos están haciendo temblar los viejos cimientos de Roma.

Se llamaba Emanuela Orlandi, tenia 15 años, el pelo largo y negro, era hija de un funcionario de la Santa Sede, y vivia dentro de las murallas del Estado más pequeño del mundo. Desapareció el 22 de junio de 1983 tras asistir a una clase de música en un conservatorio situado junto a la Iglesia de San Apollinare, en el centro de Roma.
Lo último que se supo de ella fue que llamó a casa para contar que alguien a bordo de un BMW le había hecho una extraña propuesta: vender cosméticos durante un desfile de moda.
Dias después, cuando empezo su búsqueda, se descubrió que el hombre del BMW no era nada más y nada menos que Enrico de Pedis, el jefe de la Banda de la Magliana, la asociación criminal más peligrosa de Roma entre los años 1976 y 1990. Pero, extrañamente, las autoridades vaticanas no siguieron esa pista en la investigación.
Una de las teorías que se barajaron entonces era que Emanuela Orlandi podría haber sido secuestrada por ese grupo mafioso para presionar al Vaticano, con el fin de que les restituyera el dinero que habían perdido con la quiebra del Banco Ambrosiano, donde habían invertido a través del IOR (Instituto para las Obras Religiosas, el Banco de la Santa Sede) que en aquella época estaba dirigido por el arzobispo Paul Marcinkus, “el banquero de Dios”, que también había llevado las riendas del citado Banco Ambrosiano, una institución que fue acusada de lavar dinero de la mafia siciliana.
Curiosamente Enrico de Pedis mantenía buenas relaciones con altas esferas del Vaticano. La prueba de ello es que cuando fue asesinado a balazos en 1990 fue enterrado en la Basílica se San Apollinaire con la bendición del cardenal Ugo Poletti, el entonces presidente de la Conferencia Episcopal Italiana.
Quizas nadie se habría enterado nunca de que un mafioso estaba sepultado junto a cardenales y arzobispos, sino hubiera sido porque en 2005 una llamada anónima al programa televisivo “Chi l’ha visto?” (la versión italiana de “Quien sabe donde?”) dijo que para resolver el caso de Emanuela Orlandi, la joven desaparecida en 1983, había que ver quien estaba enterrado en la cripta de San Apollinare. La tumba, sin embargo, no fue abierta.
Sin embargo, en 2008 el nombre del asesinado De Pedis surgió de nuevo. Su ex amante, la prostituta Sabrina Minardi, declaró ante las cámaras de televisión que fue el capo mafioso quien drogó y secuestró en el BMW a Emanuela Oralandi. Según ella, lo hizo para vengarse del arzobispo Paul Marcinkus por negarse a que la Banca Vaticana que dirigía le devolviese parte del dinero que su banda criminal había invertido en la logia masónica P2, una organización secreta ligada al Vaticano que durante el papado de Karol Wojtyla conspiraba para financiar a grupos anticomunistas, como el sindicato polaco Solidarnosk, de Lech Walesa.
Siete años de trámites burocráticos, pedidos y rechazos, justificaciones y reclamos fueron consumidos hasta que finalmente la fiscalia de Roma tuvo acceso al féretro. El papa Benedicto XVI, el pasado 14 de mayo, autorizó que se abriera la tumba de De Pedis para ver si allí reposaban también los restos de la joven desaparecida.  Solo se hallaron restos del mafioso, pero lo que si quedó al descubierto es como es posible que el jefe de una organización criminal lleve más de dos décadas enterrado junto a arzobispos y cardenales. Un escándalo al que tarde o temprano tendrá que dar respuesta la curia romana.
Además, por si todo esto no fuera suficiente, el padre Gabriel Amorth, el exorcista más famoso del mundo, quién participo en la investigación sobre la desaparición de Emanuela Orlandi en los primeros años de la busqueda, aseguró hace unos dias al diario británico Daily Telegraph que “Emanuela estuvo en la Ciudad del Vaticano durante todo el tiempo que estuvo desaparecida. Allí, un círculo de pederastas la convirtió en su esclava sexual y abusaron de ella en varias orgias, hasta que se cansaron  y la asesinaron”. “Se organizaban fiestas y uno de los gendarmes del Vaticano se encargaba de reclutar a las chicas. La red implicaba al personal diplomático de una embajada de la Santa Sede en el extranjero, y estoy convencido de que Emanuela fue víctima de este círculo”, remató para el diario La Stampa.
Personalmente creo que el Vaticano sabe mucho más de lo que calla sobre la desaparición de Emanuela Orlandi pero, como de costumbre, se negará a arrojar luz sobre la verdad e impondrá su habitual manto de silencio, que lo único que conseguirá es incrementar el morbo sobre el triste final de una chica que desapareció por haber tenido la desgracia de vivir  en el Estado más pequeño del mundo rodeada de los cuervos que revolotean sobre la cúpula de San Pedro.

lunes, 11 de junio de 2012

El niño de la bicicleta






Un tópico de los manuales de guión dice que la pregunta principal en cualquier buena película debería ser: ¿Qué quiere el protagonista?. Así, para que una historia atrape a a la audiencia, el personaje debe tener una meta y estar dispuesto a hacer lo que sea para alcanzarla. El problema es que esta teoría, a causa de su hegemonía en Hollywood, generalmente, se considera inadecuada en el universo del cine de autor.
Sin embargo, los cineastas belgas Jean Pierre y Luc Dardenne han conseguido algo notable: han recuperado de Hollywood la idea de la voluntad, revistiendola de una energía narrativa que la hace muy distinta de la trivial fuerza del deseo que motiva, con frecuencia, el cine comercial. Para los hermanos belgas la voluntad es algo que impulsa al mundo y es lo único que permite a sus personajes sobrevivir, incluso cuando parece que un universo demasiado hostil está dispuesto a acabar con ellos, hasta llevarlos a la redención personal.
Cyril, el joven protagonista de “El niño de la bicicleta”, protagonizado por el extraordinario actor de 13 años Thomas Doret, es un personaje prototípico del cine de los hermanos Dardenne. Un adolescente en una situación difícil que muestra una determinación a prueba de todo para conseguir su objetivo: reencontrarse con su padre que, tras haberle abandonado en un centro de acogida, ha desaparecido del mapa. Frente a un futuro que se presenta marcado por la inestabilidad social y emocional, la figura paterna representa para el chico lo único a lo que agarrarse para no caer en el pozo sin fondo de la desesperación. Hasta que en una de sus huidas del centro Cyril acaba encontrado, de manera casual y a través de un abrazo accidental, a una peluquera, Samantha, que acepta la responsabilidad de acogerlo los fines de semana.
Es cierto que lejos del espacio de protección que le ofrecen la peluqueria y sus alrededores, Cyril se verá acechado por una serie de peligos y será, incluso, traicionado “por el mundo respetable” pero, al final, triunfará el amor desinteresado.
“El niño de la bicicleta” representa, a primera vista, un retorno de los Dardenne a las constantes vitales de su cine, después del paréntesis urbano de "El silencio de Lorna". Sin embargo, la película es la más cálida, abierta y luminosa que han rodado los belgas hasta el momento.
Los paisajes también parecen diferentes. Aquí nos volvemos a encontrar a una Bélgica de provincias y suburbios obreros. Pero en este caso no se nos presenta en ese tono grisaceo de películas anteriores, sino bajo una tibia luz de verano que permite secuencias como las del paseo en bicicleta de Cyril y Samantha, un momento de felicidad y sensualidad insólitos en la trayectoria de los Dardenne.
Dentro de una apuesta por unas estructuras sociales concretas, “El niño de la bicicleta” reivindica un tipo de familia que ya no se sostiene, simplemente, por los lazos sanguineos, sino por los vínculos creados por el amor desinteresado y la asunción de una responsabilidad más allá de las convenciones.
Es, precisamente, aquí donde radica la belleza del personaje de Samantha. Desde ese abrazo forzado con que se funde con Cyril la primera vez que se encuentran ella toma una decisión vital que no necesita de motivaciones del inconsciente. Más allá del papel que deben jugar las instituciones, más allà de los roles que dicta la sociedad, más allá de los dictados de cualquier ideología, ella se mueve por los resortes de la verdadera compasión, la de sentir el mismo sufrimiento que el prójimo y la de asumir un compromiso individual ante el dolor ajeno.