Un tópico de los
manuales de guión dice que la pregunta principal en cualquier buena película
debería ser: ¿Qué quiere el protagonista?. Así, para que una historia atrape a
a la audiencia, el personaje debe tener una meta y estar dispuesto a hacer lo
que sea para alcanzarla. El problema es que esta teoría, a causa de su
hegemonía en Hollywood, generalmente, se considera inadecuada en el universo
del cine de autor.
Sin embargo, los
cineastas belgas Jean Pierre y Luc Dardenne han conseguido algo notable: han
recuperado de Hollywood la idea de la voluntad, revistiendola de una energía
narrativa que la hace muy distinta de la trivial fuerza del deseo que motiva,
con frecuencia, el cine comercial. Para los hermanos belgas la voluntad es algo
que impulsa al mundo y es lo único que permite a sus personajes sobrevivir,
incluso cuando parece que un universo demasiado hostil está dispuesto a acabar
con ellos, hasta llevarlos a la redención personal.
Cyril, el joven
protagonista de “El niño de la bicicleta”, protagonizado por el extraordinario actor de 13 años Thomas Doret, es un personaje prototípico del cine de los
hermanos Dardenne. Un adolescente en una situación difícil que muestra una
determinación a prueba de todo para conseguir su objetivo: reencontrarse con su
padre que, tras haberle abandonado en un centro de acogida, ha desaparecido del
mapa. Frente a un futuro que se presenta marcado por la inestabilidad social y
emocional, la figura paterna representa para el chico lo único a lo que agarrarse
para no caer en el pozo sin fondo de la desesperación. Hasta que en una de sus
huidas del centro Cyril acaba encontrado, de manera casual y a través de un
abrazo accidental, a una peluquera, Samantha, que acepta la responsabilidad de
acogerlo los fines de semana.
Es cierto que lejos
del espacio de protección que le ofrecen la peluqueria y sus alrededores, Cyril
se verá acechado por una serie de peligos y será, incluso, traicionado “por el
mundo respetable” pero, al final, triunfará el amor desinteresado.
“El
niño de la bicicleta” representa, a primera vista, un retorno de los Dardenne a
las constantes vitales de su cine, después del paréntesis urbano de "El silencio de Lorna". Sin embargo, la película es la más cálida,
abierta y luminosa que han rodado los belgas hasta el momento.
Los paisajes
también parecen diferentes. Aquí nos volvemos a encontrar a una Bélgica de provincias y suburbios
obreros. Pero en este caso no se nos presenta en ese tono grisaceo de películas
anteriores, sino bajo una tibia luz de verano que permite secuencias como las
del paseo en bicicleta de Cyril y Samantha, un momento de felicidad y
sensualidad insólitos en la trayectoria de los Dardenne.
Dentro de una
apuesta por unas estructuras sociales concretas, “El niño de la bicicleta”
reivindica un tipo de familia que ya no se sostiene, simplemente, por los lazos
sanguineos, sino por los vínculos creados por el amor desinteresado y la
asunción de una responsabilidad más allá de las convenciones.
Es, precisamente,
aquí donde radica la belleza del personaje de Samantha. Desde ese abrazo
forzado con que se funde con Cyril la primera vez que se encuentran ella toma
una decisión vital que no necesita de motivaciones del inconsciente. Más allá del
papel que deben jugar las instituciones, más allà de los roles que dicta la
sociedad, más allá de los dictados de cualquier ideología, ella se mueve por
los resortes de la verdadera compasión, la de sentir el mismo sufrimiento que
el prójimo y la de asumir un compromiso individual ante el dolor ajeno.
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