sábado, 19 de mayo de 2012

Un lugar donde quedarse






Película extraña donde las haya, “This must be the place”, toma su nombre de una canción del mítico grupo Talking Heads, cuyo antiguo líder, David Byrne, es coautor de la banda sonora del film y aparece en una maravillosa escena musical, rodada de manera deslumbrante.
Cuatro años después de “Il Divo”, un mordaz y demoledor retrato del senador vitalicio Giulio Andreotti, el director italiano Paolo Sorrentino parce cambiar de ámbito.
Así, en “Un lugar donde quedarse” nos cuenta la historia de Cheyenne una antigua estrella del rock (interpretada por Sean Penn), que recuerda mucho a Robert Smith, el líder de The Cure, y que consumido por la heroína y los excesos de su etapa gloriosa se arrastra ante un presente vacío , insatisfactorio y, a veces, incomprensible llevando una vida de prejubilado en un maravilloso castillo de Dublín.
La muerte de su padre, con el que hacia treinta años que no se trataba, le lleva de vuelta a Nueva York donde, a través de sus diarios , reconstruye la vida de su padre en los últimos treinta años, en los que se dedico obsesivamente a buscar al criminal nazi que lo humilló en Auschwitz.
Sin capacidad alguna como investigador y contra toda lógica, Cheyenne decide continuar la tarea de su padre y emprende la búsqueda del nonagenario alemán a través de la América más profunda. De esta forma, lo que empieza siendo un drama sobre el vacío interior de este estrafalario personaje da un vuelco de 180 grados y se convierte en una auténtica road movie de autoafirmación personal.
Un viaje en el que el aspecto visual de las imágenes es absolutamente impecable, pero donde se cruzan situaciones asombrosas, personajes imposibles y diálogos absurdos en una película que salta sin pudor entre géneros, y cuyo mayor acierto son los elementos irónicos que adornan la base dramática del film.
Pese a todo, resulta sorprendente como del conjunto logra aflorar cierta atracción y cierto sentimiento de empatia con el personaje, sin lograr desprenderse de la confusión, el caos y lo absurdo que configuran todo ese descontrol narrativo y formal.
Tampoco parece que el director haya hecho ningún esfuerzo por acercar su obra al espectador, más bien todo lo contrario, diluyéndola y expandiéndola a través de tonos y secuencias que chocan por la perplejidad que brota de ellas.
En definitiva, es una cinta difícil de catalogar, pero se admira la valentía y el descaro con la que se ha abordado y, lo que es más importante, se deja ver y, al final, emociona.

lunes, 14 de mayo de 2012

EVA es mi nombre





EVA es mi nombre y  también el de la primera  película de Kike Maíllo. Un film innovador y valiente que se enfrenta a diversos retos, lo cual resulta digno de destacar tratándose de una opera prima.
En primer lugar, se trata de un film de ciencia ficción, un género que parecía maldito en nuestro país y cuya tradición en nuestra cinematografía es escasa y más bien banal.
A este respecto, Maíllo y su equipo (en buena medida surgido, como el propio director, de las aulas de la ESCAC) han sabido solventar parcialmente esos riesgos ofreciéndonos unos efectos especiales muy bien conseguidos y una imaginaria fantástica, compuesta de pequeños robots, paneles de control y ordenadores imposibles, muy bien medida. Aunque hay que decir que no se alcanza la misma eficacia en lo relativo a la ubicación más general del entorno llevado a un 2041 permanentemente nevado y con toques vintage.
Quizás ese anacronismo ambiental tenga una cierta lógica si entendemos el segundo reto que intenta afrontar Maíllo: conducir a EVA hacia un territorio que tampoco es ajeno al de la inteligencia artificial plasmada en el cine: la de la  reflexión sobre las fronteras entre las capacidades preformativas de los robots cibernéticos y sus límites emocionales.
Dentro de esa dinámica EVA camina lastrada por unos interpretes excesivamente estáticos e insuficientemente expresivos a causa de la simplista trama amorosa triangular que pretende estructurar el relato, y por el tono de frialdad por el que claramente ha optado Maíllo como destacado recurso estilístico.
Una vez visionado el film, queda la sensación de que de haberse desarrollado más la carga emocional que se quiere trasmitir al espectador la película hubiera sido absolutamente demoledora e infinitamente más emocionante.